domingo, 23 de marzo de 2008

EL NIÑO DE LA CALLE

Una Calle Hostil
Una Calle Amiga






EL NIÑO DE LA CALLE

Reflexiones escritas por la madrugada, entre el Sábado de Gloria y el Domingo de la Resurrección.


Cuida de tu ambiente, que tu ambiente cuidará de ti, dijo un día un señor ya mayor, asesor del Secretario de Agricultura, con quien charlaba de vez en cuando. Me gustó la frase porque pienso que el ambiente en que vivimos determina mucho quiénes somos y cómo somos.

En todas las ciudades del mundo hay casas pequeñas y otras grandes, y apartamentos de lujo y apartamentos de interés social. Está demostrado que el hacinamiento es perjudicial para la salud mental, tanto entre los humanos como entre los animales. Es claro que no puede haber casas o apartamentos grandes para todos, con balcones o jardines, como sería deseable.

De lo anterior se desprende una cuestión bastante obvia pero no por ello menos fundamental: Tenemos que procurar que la CALLE sea un lugar amigable para todos. Si mi casa es chica, puedo salirme a la CALLE. Si mi casa es grande y estoy aburrido, también me puedo salir a la CALLE.

La tragedia de las grandes ciudades es que la CALLE ha dejado de ser un lugar agradable, y ahora es un obstáculo que hay que librar para llegar del punto A al punto B, y la vida siempre transcurre de la puerta de la CALLE hacia los interiores de las viviendas, oficinas, edificios, restaurantes o lo que sea. La máxima ironía son los centros comerciales. Llega uno de la CALLE, para entrar a un centro comercial, que no es sino una imitación de lo que debería ser una CALLE de verdad. Al centro comercial se va a comprar algo, pero muchas veces uno va a tomar un helado, a caminar por los pasillos ó ver pasar a la gente. Muchas familias van al centro comercial para que los niños pequeños se columpien o se tiren de las resbaladillas en el patio del McDonald´s. Ahora nos ponen dentro de los centros comerciales palmeras y fuentes artificiales, para que no nos sintamos encerrados, y hay un restaurante muy de moda en el centro comercial de Santa Fé, que tiene como atractivo principal que el piso es de asfalto, igualito al de la CALLE, y hay semáforos a la entrada de los baños para saber si tenemos turno para orinar. El restaurante se llama “La Calle”.

¿Cómo es posible que hayamos cedido lo que ya teníamos, que son nuestras CALLES, y ahora las queramos reemplazar por CALLES artificiales?

Algo está funcionando mal en el urbanismo moderno.

Puestos a elegir, todo mundo preferiría un parque de verdad, en lugar del área de juegos del McDonalds. Todo el mundo preferiría una CALLE de verdad para hacer su caminata, o el paseo dominical de la familia, en lugar de los pasillos de luz blanca de los centros comerciales. Vean la diferencia: Saldré a caminar a la CALLE hasta que se haga de noche, o bien, Saldré a caminar hasta que me cierren el centro comercial. Está la opción de un centro deportivo o un gimnasio, pero ello no altera la esencia del argumento. Si quisiera hacer una caminata sin tener el deseo ver gente, me puedo ir al sótano último del área de estacionamientos del centro comercial.

Es absurdo haber perdido nuestras CALLES, y es trágica la pérdida tan irrecuperable que hay detrás. Son múltiples e infinitos los pequeños gozos que uno encuentra en una CALLE, siempre y cuando se cumpla una condición que no debería ser tan difícil de lograr: Que recorramos las CALLES sin miedo de que algo malo nos vaya a pasar. Que nos asalten o nos arrolle un vehículo.

Vean la vida dentro de un parque: Según la estación del año vemos los árboles de distintos colores, y vemos pequeños oleajes en las fuentes, dependiendo de si sopla el viento o no. Vemos una anciana que cruza con afanes un prado, y puede darnos compasión o podemos admirar sus ganas de vivir. Detrás nuestro, puede estar llorando un niño que se cayó del columpio y su madre lo riñe porque ensució su pantalón limpio. Al frente puede venir una parvada de colegialas con sus calcetas blancas bien estiradas que casi les llegan a las rodillas, con aires de irse contando confidencias, y se detienen de pronto para no espantar a las palomas. Mas allá, podemos observar un grupo de niños que va jugando a las carreras en sus bicicletas. Y más allá, podemos ver una pareja sentada en un banco, de manita sudada, o de beso en el piquito, o de besotes apasionados con intercambio de chicle y todo.

En el centro comercial ningún niño se ensucia el pantalón, ni cruza ninguna vieja con afanes, ni hay palomas que detengan la marcha de las colegialas, ni hay bancos de tanto romanticismo. ¿Por qué va tanta gente a los centros comerciales? Por la sencilla razón de que a los fraccionadotes no les ha dado la gana hacer parques, y las CALLES ahora son automovilísticas y no peatonísticas. Vean la gravedad del asunto. Antes había PUENTES VEHICULARES, ahora lo que hay son PUENTES PEATONALES.

Salgámonos del parque. Ya es noche y vamos bien acompañados de una dama. Vemos la luna, en ocasiones también las estrellas, y notamos como van encendiendo las farolas de las CALLES. El estado de ánimo cambia. No hace falta ni charlar ni nada para sentirse bien. En el centro comercial, no hay ni día ni noche, ni atardecer que nos haga cambiar de estado de ánimo. Pensemos en los niños. ¿Qué margen les dejamos a los niños en los centros comerciales? El margen de decir: -Papá, cómprame esto, cómprame lo otro, págame media hora en el brincolín. Les matamos la imaginación y los volvemos dependientes y peticionarios.

Cómo buen adulto, no resisto la tentación de decirles a los niños del mundo, por si acaso llegan a leer mi blog: –Miren niños, los niños de antes teníamos mucha imaginación. No teníamos ni computadora, ni ipod, ni jueguitos en los celulares. Pero saben qué, inventábamos nuestros juegos. No necesitábamos el software de Mario BROS para vivir aventuras más divertidas y no menos peligrosas. Claro que en lugar de toda la tecnología de la que ustedes disponen ahora, nosotros teníamos algo muy hermoso que se llamaba CALLE.

El mejor regalo que tuve de niño fue una bicicleta azul. Vivía en aquel entonces en Lima, Perú, Barrio de Miraflores, calle de Lola Pardo Vargas. Los detalles son siempre necesarios para ganar credibilidad, según me dijo algún día un jefe mío. Mi padre era en los años sesenta una especie de exiliado político, y yo un niño tímido de seis años recién llegado a un país extraño. Ellos iban a comprar adornos navideños a un bazar de segunda mano, y cuando vi la bicicleta, insistí, me encapriché, berreé y chillé, hasta que me la compraron, porque lo único que extrañaba de México era mi triciclo que no me habían llevado.

La bicicleta tenía doble estrella en la llanta de atrás, y una palanca para hacer los cambios. Las primeras veces salía con mi bicicleta sin alejarme mucho de la casa, después un poco más, y así fui descubriendo parques, atajos y CALLES. Pasó tiempo antes de que me atreviera a cruzar una avenida y me adentrara a conocer otros barrios distintos al mío. Me levantaba temprano con muchos ánimos, no tanto para ir a la escuela que me aburría muchísimo, sino para subirme cuanto antes a mi bicicleta. Salía prácticamente a oscuras y las primeras luces del día me daban en la carretera que iba hacia el Colegio Alemán, viendo las dunas del desierto peruano. De ida no desviaba la ruta, pero de regreso sí.

Había un álbum en el que se iban pegando estampas de las banderas de todos los países del mundo, que se compraban en sobrecitos cerrados sin saber cuáles irían a tocar. Era divertido cambiar las estampas repetidas por otras a la hora del recreo. De regreso hacía escala en el Colegio Pestalozzi y seguía intercambiando mis estampas con mucha desinhibición. Se dice fácil pero fue una gran osadía: Yo, con mi uniforme azul, metido entre las filas enemigas de uniformes marrones del colegio rival. Después de algunos cambios de ruta llegaba a la casa. Mi bicicleta me hacía olvidar los ratos de aburrimiento de todas las asignaturas de la mañana.

En mis primeros años fui mal estudiante: Recuerdo bien a las niñas aplicadas del salón frente al pizarrón, de esas que siempre se sentaban en la primera fila, escribiendo letras que sumaban y multiplicaban, sin que yo entendiera nada, de lo que después supe que era álgebra elemental. Lo bueno del día siempre estaba asociado con la bicicleta, que se quedaba afuera, en un parqueadero. Por las tardes hacía mis deberes escolares y en cuanto podía, tomaba la bicicleta y salía a la CALLE sin rumbo fijo, por el puro placer de pedalear.

Casi de forma imperceptible se formaba una pequeña caravana de bicicletas, dando vueltas por el barrio, haciendo acrobacias: Manejar sin las manos al volante, hacer caballitos, recostar la bici al máximo en las curvas del circuito del parque sin perder el control, saltar obstáculos como troncos y banquetas, y cosas así. En cierta ocasión detecté una banqueta alta, prácticamente imposible de saltar, y el reto era ver quien se acercaba más a ella a toda velocidad, antes de frenar. Gané yo, pero mi cálculo me falló por centésimas y me estrellé contra el muro con lesiones leves para mi y graves para mi bicicleta. No recuerdo ni los nombres ni los rostros de mi banda de bicicleteros. No hacía falta decir nada, si todos teníamos ese gusto y ese placer de montar sobre dos ruedas. Esos son los más amigos, con los que uno se reúne sin saber ni quienes son ni como se llaman, porque la camaradería infantil se basa en los gustos y en las aficiones y no en convencionalismos ni tratos convenencieros.

Me sentía importante llevando mi bicicleta al taller. –Engrásele la cadena, cámbiele las gomas de los frenos, enderézele los pedales... Con la bicicleta puesta a punto, regresaba a casa relajado, recordando las aventuras del día. Tendría yo unos ocho años cuando mis padres me pusieron la primera elección de mi vida sobre la mesa: Acompañarlos a un viaje a Machu Pichu, o quedarme en Lima con una cantidad de soles que jamás antes me había imaginado. Ni lo pensé: Tomé los soles y tuve cinco días de libertad para circular por donde me viniera en gana, comprando helados, refrescos y estampas para intercambiar. Uno de los tantos lugares a donde me gustaba ir era a la Huaca Juliana, que era una especie de cerrito escalonado, o mas bien dicho, lo que quedaba de una pirámide inca en el corazón de Miraflores. Subía cuestas empinadas y bajaba por algún sendero a toda velocidad.

Cuando nos mudamos a Quito, me resultó muy fácil acomodarme en esa nueva ciudad. No tuve bicicleta, pero ya sabía lo hermoso que era la CALLE. Salía con un balón a jugar yo solo, o a veces con mi hermano, y en cosa de minutos ya se había organizado el partido con todos los niños que vivían en la misma CALLE, en el barrio de El Batán. Eran partidos que nunca terminaban sino que se diluían con el atardecer, conforme los niños regresaban a sus casas de acuerdo con las reglas y permisos que cada quien tuviera, dejando el marcador en cifras tales como 47-39, o sea, una verdadera orgía de goles. Cada quien salía muy satisfecho con su cuota de goles anotados, independientemente de cual hubiese sido el marcador.

A veces nos quedábamos hasta noche a comentar las vicisitudes de los partidos: Cómo uno había engañado a la defensa del adversario para anotar su gol, ó como otro había prendido la pelota con la cara interna del pie para imprimir aquel tremendo disparo frente al cual el portero ni siquiera las manos había podido meter. El éxtasis de mi pasión futbolera se dio en el Estadio Atahualpa. Ahí estaba sobre el césped la selección de la URSS, con su uniforme rojo, enfrentando a la del Ecuador, en un juego amistoso previo al Mundial de México 70. Trazos potentes y precisos los de los soviéticos, que tenían replegado al Ecuador. La angustia en todos los rostros; los corazones de todos latiendo al doble de lo normal. Y cuando parecía inminente el primer gol soviético, vimos volar al portero Yamandú Solimando, el nombre no se me olvida, hasta el ángulo superior izquierdo de la portería, atajando el balón. ¿Qué tenía ese partido en particular? Nada, con la única salvedad que por aquel entonces el fútbol no se veía en la televisión…Y un estadio es una parte importantísima de la CALLE, según opino yo.

En el camino de la escuela, me divertía brincar los charcos que dejaban las torrenciales lluvias que caían sobre Quito, lo cual era una gran novedad para un niño que venía de Lima, donde nunca llovía. Mucha burla me hicieron mis padres cuando un día dije: -El paraguas fue un gran invento! Lo dije entonces y lo sostengo ahora.

Recolectaba insectos que veía en los lotes baldíos, y ya casi para llegar, la diversión era ver a cuantos niños y niñas podía yo rebasar sin echar carrera, antes de llegar a la Puerta del Colegio. Una vez se nos ocurrió ir a hacer equilibrismos a las bardas posteriores de las casas, caminando sobre el filo. Empezábamos en la casa de cualquiera de nosotros y podíamos recorrer por encima de las bardas prácticamente la totalidad de la manzana. Al principio íbamos temerosos de que algún vecino nos fuera a reclamar la invasión de su propiedad, pero eso nunca sucedió. Cuando nos llegaban a ver, cinco o diez niños caminando en fila india sobre las bardas, nos saludaban. No había sobre las bardas ni picos de hierro, ni alambres de púas, ni cercos eléctricos, ni pedazos de botellas rotas clavados en el cemento.

Si esos juegos hubiesen sido virtuales, como ahora, nosotros hubiésemos sido excelentes diseñadores de software. En otra ocasión, la prueba consistía en ver quien se atrevía a brincar al suelo desde lo más alto posible. Comenzamos con bardas pequeñas y luego con otras más altas. Llegó el día inevitable: Una barda que tendría el doble de altura que las normales, alrededor de cuatro metros, y no había ningún valiente que se animara a saltar. Me preparé mentalmente. Me figuré el salto antes de darlo. Las piernas medio dobladas para tener con qué amortiguar el golpe. Salté. Sentí el golpe del suelo en los pies. Sentí como amortiguaron las rodillas y los muslos. Pero también sentí un intenso dolor en la rabadilla. Un dolor seco. Me asusté. Me fui a la casa. No dije nada. A los tres días ya no había dolor pero tampoco ninguna gana de seguir brincando desde las alturas.

Como a los doce años volví a México. Vivía en una colonia transitada, Guadalupe Inn. Tenía un parque, pero con el más suave de los tiros el balón salía rodando a la avenida y acababa aplastado por un carro. Bicicletas, dijeron mis padres, ni por error. Para ir a la escuela, que estaba lejos, nos llevaba mi madre en automóvil. Nos recogía también, y en lugar de regresar divertido a casa, como antes, iba montado en el carro, viendo carros y más carros. Aprovechando el viaje, ella hacía escala en el supermercado y a mí me ponía a formarme en la fila del pan. Llegábamos, abría el garage, y ya, encierro eterno hasta el día siguiente.

Si logré conmover a alguien con este relato, sepan Ustedes que a mis padres no:

-Alcides, tu no haces ejercicio, te vamos a inscribir en la YMCA. Y así se hizo. Mientras daba vueltas y mas vueltas en una piscina, formado en una fila interminable de gorros anónimos, recordaba yo los tiempos gloriosos de mi bicicleta, y de aquellas nobles CALLES de Sudamérica que los permitieron.

MUERAN LOS CENTROS COMERCIALES.
MUERAN LOS GIMNASIOS Y LOS DEPORTIVOS.
VIVA LA CALLE.





1 comentario:

Anónimo dijo...

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