viernes, 14 de septiembre de 2007

MI ULTIMO REFUGIO






MI ÚLTIMO REFUGIO

Al regresar del pueblo encontré en la cocina una jarra de agua fresca que yo no dejé, puertas y ventanas abiertas, y algunos cojines tirados en el piso. Supuse que vino mi primo con sus hijas, pero al encontrármelo, me dijo que no. Interrogó a la más pequeña, y después de algunas evasivas confesó que ellas si vinieron. Yo de niño hacía lo mismo. Con una mezcla de deleite y temor varios niños incursionábamos en la casa de algún vecino ausente, así que imaginé cómo fue la visita: Los deleites de tomar algo de la despensa bajo la dura mirada de cualquier objeto.

Dicen que las paredes oyen pero sería mejor si las casas hablaran. La mía, no puede contarme las mil cosas que le suceden y tantas otras que a diario ve. Por ejemplo, pudo haberme dicho que las raíces de los árboles que la rodean le perforaron los tubos de los drenajes, y que se metieron en ellos hasta invadirlos en su totalidad. Es como si le hubieran taponeado el intestino. Una vez me pasó lo mismo por estreñimiento así que comprendo lo mal que la ha de haber pasado. También ha de saber por dónde y a qué hora pasa la jauría de perros salvajes que el cuidador no ha logrado exterminar. Con frecuencia se comen algunos de los guajolotes que su mujer alimenta y cuida con esmero, en la casa de ellos, allá abajo. Un día, encontré una enorme culebra herida en la rampa que llega a la cocina, y que al decir de la sirvienta que vino con mi madre en una ocasión, se había caído del tejado después de un pleito con un zorrillo. Otros visitantes asiduos son los tejones y las ardillas. A una de ellas le gustó un nicho de luz que está en la terraza del frente, a nivel del piso, para hacer su nido. Las garzas no nos visitan pero si las divisamos. Pasan volando al ras de la laguna, en parvadas regulares, hacia el árbol en el que duermen, cerca de la Penitenciaría.

Cuando construimos la casa, plantamos árboles muy pequeños de pino y oyamel en las lomas que quedan abajo, y ahora, hay un bosque frondoso, que mece relajadamente sus ramas al paso del viento. No ha de ser cualquier bosque, porque las mariposas monarcas que migran desde el Canadá para pasar el invierno en los bosques templados de México, hicieron una escala en su trayecto precisamente ahí, al lado de mi casa. Llegaron por la tarde, revolotearon por las terrazas, los caminos de acceso y las azoteas, y se colgaron a dormir en una rama, justo dónde estaciono mi carro. Al día siguiente se fueron hacia su Santuario, probablemente en Michoacán, pero por la tarde llegaron otras. Durante una semana mi bosque fue como un hotel de paso para las mariposas monarca, pero no lo tomé a mal. Muy por el contrario, es uno de mis máximos orgullos. Es un legado para la posteridad, y lo declaro desde ahora PATRIMONIO UNIVERSAL DE LAS MARIPOSAS MONARCA. Los espectáculos que ve mi casa están bien programados de acuerdo a la estación del año. Hay noches que toca la Orquesta Sinfónica de los Vientos, cuando se dejan venir las ráfagas de aire desde la cortina de la presa, y hacen que las hojas rueden, truenen las ramas, chirríen las puertas y las ventanas, y silbe la chimenea. Son ruidos de todos los tipos acompañando al ulular del viento. Hay días del año que toca el turno a las tormentas eléctricas. Se ilumina el cielo, se apaga, y después se escuchan los estruendos. Solo algunos rayos dibujan su silueta por unos instantes en la oscuridad. Los crepúsculos de octubre son los más hermosos, porque hay nubes en el horizonte, y van tomando tonalidades rojas, naranjas, cobrizas y rosas. En cambio, en los crepúsculos de invierno, los cielos son completamente limpios, y lo mejor es ver el atardecer hasta después que el sol bajó por detrás de las montañas, cuando solo se percibe su resplandor, que va cediendo poco a poco su lugar al brillo de la luna y si ésta no sale, a las estrellas, primero a las más luminosas y después a las más pequeñas. En época de lluvias, el paisaje cambia. La montaña muda sus colores amarillos y marrones característicos de las secas y se viste completamente de verde, en todas sus tonalidades. Cuando termina de llover, salgo a caminar un poco a percibir el olor a tierra mojada, y a veces, saco la cuatrimoto con el propósito de pasar por los charcos que se forman en el camino y también, para enlodarla. Me gusta verla así. Tomo un camino que llega un poco más arriba, para ver qué tanto se llenaron mis tanques de captación de agua pluvial. Con una buena tormenta, se llenan los dos tanques, y el resto de la estación subo para bajarlos de nivel con la ilusión de volver a verlos llenos al día siguiente. Las tardes de lluvia son apacibles. El espíritu se serena. Toda inquietud existencial desaparece. Mientras llueve uno está en paz; no hay nada que hacer hasta que pase la lluvia.


La chimenea es una de las mejores formas de combatir la humedad del ambiente en tiempo de aguas, pero le deja a la casa un olor a humo al que de niño, le llamaba yo “olor a pobre”, cuando todavía estaba extendida la costumbre de cocinar con leña. No hace mucho, rescaté una estufa de leña que tenía abandonada mi madre en los cobertizos de abajo, junto a la casa del cuidador. La subí a mi casa, la mandé limpiar para quitarle el óxido acumulado a lo largo de los años, y ahora es otro de mis lujos: Prender mi estufa de leña, que lo mismo sirve para la calentar comida que para calentar la casa. Pero cuando la leña está verde ó no tengo tiempo ó ganas, recurro al horno de micro-ondas y casi nunca, a la estufa de gas. Ahora el olor a pobre es el olor a rico, pienso para mí. No sé cocinar, pero mi cocina tiene tres tecnologías para la preparación de los alimentos, y sí me lo propusiera, sería fácil adaptar también la energía solar. Como la casa está sentada en el lomo de la montaña, le entra el sol por las mañanas en un extremo, pega en los tejados durante todo el día, y por la tarde entra por las ventanas del extremo opuesto.


También disfruta de los espectáculos y de los ridículos que hacemos los seres humanos. Debajo de la montaña, cruzando la carretera, comienza la laguna, así que la casa puede verla desde muchos ángulos. Todos le decimos lago ó laguna, pero no es ninguna de las dos cosas. Es una presa, y la cortina se ve por el lado dónde se mete el sol. Se construyó para generar electricidad, pero al paso de los años, cambió su uso, y ahora es uno de los principales vasos para almacenar agua para el abastecimiento de la Ciudad de México y zonas conurbadas. Desde que se construyó la presa, comenzaron a comprar terrenos los ricos para hacer sus casas de fin de semana. Y con ellos llegaron los veleros y las lanchas para esquiar. Desde el divisadero, donde hice una palapa de troncos y teja, se dejan ver esquiadores expertos que saltan una y otra vez la estela, y se acercan y se alejan de la lancha que los va jalando. Es muy frecuente, ver lanchas haciendo círculos en el agua, para recoger al esquiador novato que se cayó ó que sencillamente no pudo salir. Es mucho más difícil juzgar desde la lejanía de mi divisadero las destrezas de los veleristas. Con frecuencia se organizan regatas, y entonces se ven muchísimos veleros agrupados, desplegando al viento sus velas de todos los colores. Cada vez hay más parapentes surcando los cielos. Esos no aparecen por el lado de la laguna, sino por los cerros que están detrás del pueblo. A lo lejos, parecen paracaídas que avanzan en sentido horizontal, y de repente toman altura, en lugar de bajar. Hay días que están volando al mismo tiempo diez ó quince parapentes. Ahora que han hecho desarrollos de lujo alrededor del lago, es frecuente ver cruzar los helicópteros de los políticos, de los empresarios de alto rango, y de la policía estatal.

Mis antepasados llegaron a este pueblo hace casi dos siglos, antes de que hubiera laguna, que tiene alrededor de cincuenta años. Esta montaña era parte de un rancho agrícola, en el que se sembraba principalmente maíz, con muy buenos rendimientos, porque eran tierras de riego. Esas son las que se inundaron cuando hicieron la presa, pero por fortuna, eran propiedad de la media hermana de mi abuela. La peor parte del rancho, la montaña y algunas tierras planas que se salvaron de la inundación, eran de mi abuela. Pero con la inundación se convirtieron en tierras de mucho valor, porque ahora tienen “vista”. Antes también tenían vista, la vista de las tierras fértiles y bien cultivadas. Yo hubiera preferido la vista de antes, en lugar de la de ahora.


La casa está construida con un material que en el pueblo se conoce como tepetate, y que no son sino grandes bloques de arena y grava que simulan bloques de cantera. Por eso tiene una cierta apariencia de castillo. Y además, porque tiene cinco niveles, entre pisos y entrepisos. Como no fue posible hacer grandes cortes en la montaña, por las rocas que están a pocos metros de profundidad de la capa de barro que la cubre, los espacios interiores son estrechos, así que se fueron haciendo varios cortes: Uno para los carros, otro para el salón principal, otro para las recámaras, otro para el estudio, y otro para el área de terraza panorámica y el chapoteadero. Mis sobrinas pequeñas dicen que mi casa nunca termina, porque siempre aparece una nueva escalera cuando ya no piensan encontrar otra. De la terraza del chapoteadero arranca una escalera de piedra que va subiendo hacia el cerro. Son ciento tres escalones que llegan a la palapa rústica, con vista a “los cuatro vientos”, como dicen los topógrafos, pero las niñas no se atreven a subir solas hasta allá. Y yo también creo que mi casa nunca termina, porque desde que me heredó mi abuela la montaña, tuve el deseo de llegar hasta la cima, con escaleras, caminos o senderos. En mi cuatrimoto, no llego todavía ni a la tercera parte de la altura de mi montaña, y tengo la certeza de que mi casa quedará inconclusa. Ya conozco las dificultades técnicas para hacer caminos que suban a la montaña. He hablado con ingenieros, topógrafos y empíricos. Las soluciones se basan en el uso de la dinamita para romper las rocas, y estoy plenamente conciente del derroche financiero que sería construir el camino de mis sueños.


Como todo en la vida, es más fácil ir hacia abajo si es que no se puede seguir avanzando hacia arriba. Tengo hechos con mis hermanos varios caminos que cruzan las partes bajas del terreno, y algunos otros que atraviesan las zonas bajas de la montaña, donde las pendientes son menores y la capa de barro, más profunda. Cuando salen las lluvias, esos caminos se llenan de flores silvestres de todos los colores. Cuando se van las lluvias, en septiembre ó en octubre a más tardar, las milpas de maíz de las partes bajas se ponen amarillas, las hojas se secan, al igual que la mazorca. Y cuando se cosecha, el panorama se ve más triste aún, ya que conforme van arrancando la mazorca de la planta, le doblan el tallo y la dejan tirada en el campo. Pero para mi cuidador, que es quien cultiva las milpas, es la época de mayor alegría, porque recoge el maíz tan anhelado, desde que echó la semilla, en mayo ó junio, dependiendo de cuando considere él que iniciarán las lluvias.





Uno de sus criterios es la luna: Hay lunas que según él son de agua, y otras que no. Otro, es el canto de las chicharras, que anticipan la llegada de las lluvias. El criterio definitivo para determinar cuando lloverá es la aparición de las luciérnagas. Los últimos años las chicharras fallaron en sus pronósticos, pero las luciérnagas no. Comenzaron a cantar y no llovió. Las lluvias llegaron muy retrasadas. Es el efecto del cambio climático global. Desde que tengo uso de razón, todos los años ha llovido, pero ha habido algunos en que nos hemos puesto nerviosos por el estiaje prolongado.


Tal vez por eso, ya no he hecho ningún intento adicional de reforestación con pinos y oyameles, ya que mientras estuvieron chicos siempre se les dio un riego de auxilio, con agua que almacenamos en una cisterna enorme que se alimenta a través de una tubería que viene de montañas con mayor altura que la mía. Ahora, solo siembro especies nativas de mi montaña, que dentro de las árboreas son el zapote blanco, el fresno, el guayabo criollo, y mi favorito, que le nombran pochote ó el árbol del algodón. También fomento otras especies no nativas que se han adaptado bien a los estiajes largos y los malos suelos, como la yuca, la jacaranda, el guaje y el laurel. La mayor parte de los árboles que he sembrado, con excepción de los que tienen riegos de auxilio, se me han secado. Los siembro con mucha ilusión antes de las lluvias, y son pocos los que sobreviven a su primer estiaje. A pesar de mis fracasos, siempre que recorro mi montaña encuentro árboles nuevos, crecidos y con buena fronda. Hay en el cerro sembradores de árboles más eficaces que yo. Uno es el viento, que trae la semilla de los jardines de las casas de campo que están ubicadas en nuestros linderos. Así me llegaron las jacarandas y así crece la población de fresnos. El viento siembra utilizando la teoría de las probabilidades. Trae posiblemente cientos de miles de semillas, con la seguridad de que diez, quince ó veinte, encontrarán tierra suelta que guarde la humedad y les permita echar raíces. Los que más árboles siembran, son los animales que andan por ahí: Las ardillas, los ajaces, los zorrillos, las culebras y los pájaros. Pienso yo que utilizan métodos de siembra de precisión. No solo llevan la semilla de sus árboles favoritos hacia los lugares más apartados, sino que la dejan puesta con un fertilizante de muy alta calidad: Su propio excremento.

Así es mi último refugio, y es último, porque yo sé que en el mundo entero nunca encontraré uno mejor. Y la soledad de mi refugio, como toda soledad, es severa, pero me da opciones de libertad. De mi madre aprendí, y ella a su vez lo aprendió de los japoneses, que tan solo un árbol exige horas y más horas de cuidado. Hay que quitar las ramas secas, podarlos para que cobren fuerza, para darles forma, ó en ciertos casos, para evitar que tapen la vista ó arrojen sombras no deseadas en lugares específicos. Los árboles también agradecen que se les raspe el tronco para retirar los hongos y los musgos que les quitan vitalidad y fuerza. Yo sé que cada árbol me agradece el esfuerzo que le dedique, pero me ha de ver con mucha condescendencia. ¡Qué inocencia, pretender que él viene a cuidarme, sin darse cuenta que yo fui el que hizo un nudo en mi tronco para sobrevivir a la perforación que me hizo el comején; qué ingenuidad, pensar que me salvó de la asfixia de los musgos, sin darse cuenta que fue el viento quien me arrancó el injerto que me chupaba la savia; qué estupidez, pensar que yo árbol existo en lo individual, sin darse cuenta de que yo existo en lo colectivo, porque sin el árbol de enfrente, que cuida la humedad de mis raíces, de nada serviría que me regaran, y porque si yo me seco, mi tronco será abono para las semillas de mi especie que trae el viento, y porque si no existiésemos todos los árboles de mi especie, y todos los árboles de las demás especies, no habría lluvia, y él, que supuestamente me está cuidando, no tendría agua ni para lavarse los dientes! Mi montaña me ha enseñado que lo único que puedo hacer por ella, es no agredirla, y vivir con ella en armonía.

El amor al campo es el único auténtico de mi vida. Lo tengo desde pequeño. Mi recuerdo más temprano es dentro de un jardín, jugando a no sé qué cosa con las hojas de hiedras. Es un amor sin altas y sin bajas, sin ningún momento de ánimo exaltado. Es un amor continuo, pacífico, que fluye, y que tranquiliza. En mi pensamiento nunca ha estado la contemplación de la naturaleza como un estado de felicidad. Ayuda, nada más. Igual que el dinero. Por eso, dije que la soledad de mi refugio es severa al igual que todas las soledades. Durante muchos años, los libros fueron mis mejores compañeros. Sobre la novela histórica. Desde mi refugio viví apasionadamente las desventuras de Cristóbal Colón en su descubrimiento de la ruta de Indias, los episodios de la Segunda Guerra Mundial, las maquinaciones de Stalin para deshacerse de sus enemigos, las conquistas de Alejandro Magno, las trifulcas de las Guerras de Independencia y de la Revolución Mexicana, y las proezas de quienes hicieron posible la construcción del Canal de Panamá. Cuando discuto el trazo de algún camino con los topógrafos y los maquinistas, me siento Fernando de Lesseps insistiendo que el trazo debe ser “a nivel”, y me decepciono, como él, al saber que no siempre se pueden vencer todas las pendientes.

En los años más recientes, se apoderó de mí la fiebre tecnológica, sobre todo cuando tuve mi primera computadora portátil y mi primera cámara fotográfica digital. Me parece que hay una enorme empatía entre el mundo natural y el mundo digital. La cámara digital captura un momento de realidad, al igual que lo hacían las cámaras tradicionales. La diferencia consiste en que uno siente que tiene el poder de modificar la realidad. La misma foto puede quedar en color sepia, más ó menos iluminada, en blanco y negro, es decir, que en el mundo digital uno ya manipuló el mundo real. Al menos es eso lo que siento. Diez fotos son diez fotos, reveladas en papel ó guardadas en archivo electrónico. Las diez fotos tradicionales las puedo poner en un álbum, ordenadas de alguna manera, pero no puedo hacer casi nada más. Las diez fotos digitales pueden convertirse en cincuenta diferentes, ampliando ó quitando detalles, modificando los colores y los contrastes, y también, las puedo poner en distintas secuencias, con música de acompañamiento que refuercen su sentido. Por ejemplo, las fotos de Carolina las tengo en una secuencia acompañada de la canción de “Sube al Desván”. Al hacer esto, viví una nueva experiencia con Carolina, porque la vi desde nuevos ángulos y le cambié su estado de ánimo con la animación musical. Pero fue una experiencia sin Carolina, ó mejor dicho, fue una experiencia con Carolina digital. Lo que sucede al final es lo mismo que con el árbol al que le destino mis cuidados en la montaña. Lo transformo pero en el fondo no lo transformé. Con Carolina digital hago lo que me venga en gana, porque la tengo en formato de foto y en formato de video. La recorto del centro comercial en Bogotá y la pongo en un muelle de Valle de Bravo. Ya la puse en Tokio, en París y en Machu Pichu.





La naturaleza y el mundo digital tienen un efecto de relajación muy parecido. Pero el abuso del mundo digital, puede producir estados de ánimo exaltado, ajenos a toda realidad. Eso se vuelve perverso. Por ejemplo, caigo de momento en la sensación de tener más cerca a Carolina, cuando en realidad me alejo más de ella al manipularla ó idealizarla en lo que no es. Descubrí un nuevo programa de edición de videos, y edité algunas escenas de Carolina en los distintos parajes de Antioquia, Risaralda y El Quindío que visité con ella. Utilicé el estilo llamado “angelical”, que difumina las imágenes y suaviza los movimientos. Mi Carolina digital quedó verdaderamente angelical; tanto, que no pude contener mis ansias de llamarle de inmediato. La Carolina real, al otro lado de la línea, tocó de inmediato el tema del dinero para su moto nueva.

Mis costumbres y mi vida en la casa de la montaña no serían iguales sin el pueblo que está allá abajo. Cuando era niño, de la mano de mi padre, caminábamos dos kilómetros en la oscuridad para llegar a la primera calle iluminada. Ahora, hay dos salidas del rancho hacia la carretera: Junto a la primera hay una vulcanizadora y un taller mecánico. Al lado de la segunda está un hotel económico con el nombre de “Posada de Beethoven”. El pueblo ya creció y nos está atrapando. Las ventajas de que el pueblo haya crecido, con la laguna como uno de sus motores, es que se pueden adquirir prácticamente todos los bienes y servicios que uno quiera. Está la tienda de las navajas suizas, las distribuidoras de motocicletas deportivas, las boutiques de ropa de marca, la tienda de muebles y ornamentos hindúes, y una muy buena de víveres, donde se consiguen vinos de todo el mundo, jamón serrano y quesos de todos los tipos, orígenes y precios. Hay cafés Internet, y una cafetería de franquicia de fama mundial. Junto con las extravagancias de los establecimientos de lujo, opera el comercio del México tradicional. Se consiguen frutas y verduras en todas las esquinas, se compran mezquites, elotes, buñuelos y pepitas de calabaza en el jardín principal; y hay “comida corrida” en las fondas del mercado. Muchos prefieren los taquitos al pastor en el Callejón del Hambre. Abundan los discos pirata, ya sean de música ó de video en los tianguis de fin de semana, y se puede adquirir un buen machete en lugar de la navaja suiza. Es un pueblo muy globalizado con una oferta para todos los bolsillos. En cualquier calle, puede verse estacionado un automóvil Mercedes Benz último modelo y detrás de él, una camioneta tipo van con vidrios ahumados y dibujos extravagantes en los costados, con placas de California ó Texas, que son el tipo de vehículos que se traen los migrantes. Lo que más hay son taxis, que dan servicio colectivo a las gentes que viven en las comunidades rurales más alejadas, y que bajan al pueblo a hacer su compra. Qué lejanos están los días cuando venía de niño: Solo estaba el mercado, la nevería, los tacos de los portales y la tienda de las golosinas de Doña Pomposita.

En el arco que está en la carretera a la entrada del pueblo, está inscrito en letras grandes: EL QUE MAS VALE, NO VALE, LO QUE VALE VALLE. Qué más puedo pedirle al pueblo que alberga a mi último refugio? Una sociedad más estable, más culta y más homogénea. Supongo que en todas las sociedades del mundo, hay grupos a su interior. Aquí tenemos a los aristócratas de fin de semana, que no salen de sus casas ó casas-club, asisten a sus restaurantes y discotecas exclusivos y solamente se frecuentan entre ellos. Están los aristócratas del pueblo, que ahora en buena parte dependen del alquiler para el comercio de las accesorias que han hecho en las viejas casonas de sus antepasados, y también mantienen círculos relativamente cerrados. Están los comerciantes venidos de Toluca y México, gente sin arraigo y muchas veces sin cultura, que si venden se quedan, y si no venden se van. Están los turistas de fin de semana, que vienen en grupos de amigos ó parientes. Mi deseo es que hubiera un espectro social más amplio.

La vida cotidiana es mucho más cómoda que en México D.F. donde tengo mi residencia permanente. Allá, en el rancho, saco la cuatrimoto y en cinco minutos estoy en cualquier punto del pueblo. Jamás utilizo el automóvil estando allá. Es muy fácil hacer las compras y hasta dan tiempo y ganas de dar vueltas por la calle. Acá en México el tráfico siempre ha sido pesado pero en los últimos años se ha vuelto insufrible. Los embotellamientos de tránsito se forman por cualquier causa, pero principalmente: Porque es viernes de quincena, porque los niños entran o salen de clases, porque se manifestaron los maestros, los burócratas, ó los pueblos indígenas…El otro día llovió, se taparon las coladeras del drenaje pluvial en varios lugares, fallaron los semáforos y demoré la cantidad de tres horas para trasladarme desde mi oficina hasta mi casa, un trayecto que sin tráfico podría cubrirse en 20 minutos. La ciudad de México, sin tráfico, es hermosa. Tiene avenidas de trazo muy elegante como Palmas ó Reforma, todo tipo de comercios, y una vida nocturna que es difícil encontrar en cualquier otro lugar del mundo. Aquí en México se concentra el poder económico y político. Aquí es donde puedo conseguir contratos de trabajo. México lindo y querido, moriré lejos de ti?