jueves, 10 de enero de 2008


Bogotá Distrito Capital


Foto: Washington D.C., Kenilworth G.B. o Bogotá D.C.???


DEL EPISTOLARIO DE ALCIDES MONTES: TU SABES QUE YO SÉ PERO COMO NO ME LO HAS DICHO NO LO SÉ

5 de enero de 2008

Doña Ángela Becerra:

En estas vacaciones me leí una novela suya, “El Penúltimo Sueño”, que ya ha sido premiada con reconocimientos internacionales y observé que desde que apareció en 2005 se ha hecho cada mes una nueva reimpresión. La compré en Bogotá y ahora que estuve acá en mi pueblo, en Valle de Bravo, México, también la ví en la Librería Arawi, que es la única que hay, o sea, que debe ser una buena novela independientemente de cual sea mi opinión.

Durante los últimos años he leído poco, muy poco, por problemas de concentración. Cuando compré la novela, no tenía ni la menor idea de lo que iba a adquirir. Llegué a una librería en la Zona Rosa de Bogotá, y pregunté por libros sobre el conflicto armado colombiano o el narcotráfico. Los temas políticos y sociales son los que atrapan mejor mi atención. Ninguno de los que me mostraron me gustó y pregunté entonces por buenas novelas colombianas para no irme de vacío, y me trajeron esa, y la compré. Leí en la contraportada que se trata de una novela de amor que se desarrolla en Barcelona. Estuve a punto de no comprarla porque no son temas de mi interés: Ni las novelas de amor ni lo que sucede en Barcelona. Pero la compré.

El libro estuvo varios días en mis maletas… Fue y vino de Bogotá a Manizales, de Bogotá a México, de México a Valle de Bravo… Hasta que se fueron todos los visitantes y me quedé solo en esta casa de cinco alcobas en la mitad del cerro, comencé a leerla. Desde el principio la novela me cautivó. Las primeras doscientas páginas las leí como cualquier otra novela de suspenso, y las siguientes cuatrocientas, con un profundo sentimiento de angustia y desolación.

Doña Ángela: Con su novela me dio un mazazo en la cabeza. Esa falta de amor, a la que usted se refiere como vivir sin vivir, es la razón por la cual desde hace tiempo no logro concentrarme en mis lecturas. Los enamorados de su novela tuvieron un amor sublime desde su adolescencia, sin haber leído un solo libro, y yo ya he leído muchos, y nada de amor, así que por eso dejé de leer, y también la angustia existencial de vivir sin amor me impide concentrarme en las lecturas como debe ser.

Desde antes de leerla a Usted, doña Ángela, le vengo dando mil y un vueltas al asunto del amor y de la falta de amor; al igual que seguramente le dan vueltas al asunto millones de personas que no la han leído a Usted y probablemente nunca lo harán. En su novela queda plasmada con fuerza esa sensación y ese sentimiento que se llama amor. No propone ningún método para acceder a él. Ya sé que esa no era su intención. Pero por lo mismo cuando terminé de leer su libro me quedé en profundo estado de desolación.

Le cuento, doña Ángela, que ese día que compré su libro en Bogotá, iba pensando en una lejana historia que como todas las mías, no sé si en realidad fue de amor.

Ese día no hice mi reserva en el Hotel Dann Norte, así que tuve que desalojar. Los hoteles de una categoría similar tampoco tenían cupo, así que acabé con cierto disgusto en un hotel de tres estrellas, El Campín. La habitación me pareció demasiado pequeña y agobiante para estar ahí. Se me vino a la memoria el día que llegué al dormitorio que me habían asignado en la Universidad de Warwick, en Gran Bretaña, cuando fui allá a hacer mi Maestría en Economía, en 1986. Era un cuarto de tres metros de largo por dos de ancho. Cabía el catre y una tabla que hacía las veces de escritorio. Nada más. Aquel día en Inglaterra, dejé las maletas y salí despavorido, sin rumbo, tratando de hacerme a la idea de que viviría en ese espacio tan reducido durante dos años, yo, que estaba acostumbrado a vivir en una casas grandes, amplias, con hall, pasillos de distribución, varias salas de estar, unas para la familia, otras para las visitas, el despacho de mi padre, y muchas otras áreas más.

Acabé en Escocia huyendo de mi destino, de esa pequeñísima habitación que me daba pánico. Cuando regresé a la Universidad ya estaba preparado mentalmente para vivir en ese espacio. Al paso del tiempo pensé que el ser humano no necesitaba más espacio que ese para ser feliz, un espacio de tres metros de largo por dos de ancho, siempre y cuando de tarde en tarde oyese unos golpecitos en la puerta como los que daba mi amiga Sara. Entraba, y charlábamos y charlábamos, y creo que ahí fue que nos enamoramos, si es que eso fue amor, y creo que por haber huido de ese amor, o lo que haya sido, es que me he pasado la vida buscando otro amor sin haberlo conseguido hasta ahora, y ese es uno de los motivos por el cual veinte años después hice ese viaje a Colombia persiguiendo a los fantasmas del amor.

Con ese recuerdo de Inglaterra, entre dulce y amargo, salí de mi pequeña habitación del Campín, sin ningún plan concreto, más que vivir la calle. Caminar y mas caminar por el puro gusto de caminar ya que para mi algo tan sencillo ya implica un cambio sustancial en la rutina porque en México nunca lo hago por flojera, o porque es una ciudad caótica en la que siempre me muevo en automóvil, o por las dos cosas. A media cuadra, me topé con una cafetería de barrio, con unas cuantas mesas y una barra de madera, alta, donde despachaban dos muchachas alegres. Me demoré más de la cuenta, porque se desató un aguacero de tal intensidad frente al cual un artefacto tan útil como el paraguas servía de poco. Me dio la sensación que Bogotá tenía cierto toque europeo. En casas y edificios predomina la vista del ladrillo rojo al igual que en ciertos barrios de Londres y otras ciudades del interior de Inglaterra que conozco. En muchas avenidas y calles la altura de los edificios es similar, lo cual le da cierta elegancia al paisaje urbano, como en Paris, Madrid o Londres. La idea del toque europeo se reforzó más cuando entró una pareja a tomar una copa de vino con algún bocadillo, cuando entraron con aire casual dos muchachas jóvenes a charlar un rato y tomarse su cerveza, y cuando el lugar se llenó de gentes de todas las edades.

Escampó la lluvia y caminé en dirección a la Avenida Caracas, tomé el Transmilenio, y me bajé en la estación de la calle 85 que es la mas cercana a la Zona Rosa pero aún se debe caminar un buen trecho. Así, caminando por una ancha avenida, con árboles de poca fronda, edificios de tabique rojo, con banquetas anchas y algunas bancas para el descanso de los transeúntes, con mi chamarra de invierno y la bufanda puestas, con el paraguas en la mano, y sintiendo el frío en la nariz y en las orejas, me pareció de pronto que estaba en Londres, en invierno, y no en Bogotá.

Me senté a descansar, deleitado por el recuerdo de Londres, y el de Sara, y como en imágenes superpuestas, también se me venía a la mente mi paseo por Bogotá con Katerine, alrededor de un año y medio antes. Bogotá era Londres y Londres era Bogotá. Dejé fluir el recuerdo de Sara. El de Katerine lo deseché tan pronto como pude, porque el día anterior había regresado de Medellín, donde ella vive, y ella se me escondió y no la pude ver, porque sin yo saberlo su vida se había enredado entre tres extranjeros y dos colombianos, y uno de ellos, al descubrir ese enredo, juró vengarse y Katerine se me esfumó del celular, del Messenger y de todos lados. Si, doña Ángela, Katerine era una niña angelical, que yo pensé que había salvado de un destino de prostíbulo, pero en ese viaje a Medellín surgió toda la verdad, y la verdad es que yo conocí a Katerine en un lugar así, y que ella había ido ahí por tragedia y no por ambición, y que con el dinero mío ella montó un tallercito de artesanías en su casa en Bello, pero seguramente cuando vio las dificultades de una vida de lucha, y cuando se percató que yo no le cumpliría todos sus deseos materiales, y cuando recordó la facilidad con que me atrapó a mi con su historia de víctima y su cara angelical, decidió repetir el numerito que se tiró conmigo, hasta que uno de los colombianos con los que se enredó contrató un detective y posteriormente nos dio aviso a todos los demás. Pero yo juro que ese día que paseé con Katerine en Bogotá, ella todavía era inocente, y que iba enamorada de mi, y yo de ella, y que ese día de felicidad aún lo llevo en la memoria y en el corazón.

En esa banca, recordé mi día mas feliz con Sara. Salimos muy temprano de la Universidad y abordamos un autobús de dos pisos como los que hay en Inglaterra. Sigo sin entender, por cierto, porqué esos buses no se adoptan en todos los países. El Transmilenio le da al color pero no a la altura. El caso es que montamos al segundo piso, y por elección de ella, nos sentamos en la primera fila. Una sensación nueva, ver las curvas desde un vehículo aparentemente sin chofer y sin volante. Sara y yo éramos amigos y no teníamos por qué ir tomados de la mano. Ella tenía su novio en Bilbao y seguido hablaba de él. –Jésus esto, Jésus lo otro, así, con esa acentuación. Pero ese día no habló de él. Comenzó a hablar de cotidianeidades. De sus calcetas de rombos, de sus gustos por los peluches, de sus noches en los bares en Bilbao, de su platillo favorito: La merluza. Esas cotidianeidades me fueron atrapando por hermosas y por sencillas, sobre todo a mi, que siempre me había gustado hablar de cosas trascendentes y profundas, y que hoy me doy cuenta que ni eran trascendentes ni eran profundas. Que si la des-industrialización de Inglaterra, que si el futuro económico de México, que si la política determina la economía o viceversa. Un día, que estaba una chica ecuatoriana amiga de nosotros, salió el tema de la Conquista Española de América. Sara, con toda naturalidad, dijo: -Algo he escuchado que hicimos mal los españoles en el pasado. O sea que el tema de la Conquista ni le iba ni le venía. Justo es decirlo: Ella tenía un intelecto de privilegio, pero su interés era la econometría, y sobre eso solo hablaba con su amigo Peter, el danés, que estaba a su altura. Con nadie más.

Con mi amiga Sara viví algo parecido a un enamoramiento que desde mi particular punto de vista se basa en ilusionarse en las cosas cotidianas y diarias de la otra persona. –Que cocinará Sara hoy? Tortilla española o espaghettis? El encanto de Sara era hablar de lo banal, de lo cotidiano, de lo sencillo, del mar y de la Ría, porque como ya dije, ella era de Bilbao y vivía cerca del mar. Al final de las cenas, se ponía a cantar mientras fregaba los platos. Tal vez sería su costumbre. Yo pensaba que cantaba para mi. Un día me tocó a mi fregar la sartén mientras ella arreglaba la cocina. De chico, los domingos me tocaba lavar los platos en México, en la casa de mis padres, como parte de mi educación. Siempre odié hacerlo. Me daba asco la mezcla de restos de comida, burbujas de jabón y el agua caliente chorreándome en las manos. Esa vez que fregué la sartén de Sara, fue uno de los momentos mas dichosos de mi vida. Estaba dentro de su mundo, fregando su sartén! No cualquiera tenía esa prerrogativa, ni el tal Jésus, que estaba lejos, allá en Bilbao. Después de Sara, no he vuelto a fregar una sartén, pero ni por equivocación.

Así era mi relación con Sara ese día que fuimos a pasear a Londres. Fue un día de frío ligero, como el de Bogotá; fue un día de caminar y más caminar, de un pub al otro, de un cafecito acá y de una cervecita allá. Ese día le vi una cara distinta, unos ojos que me miraban distinto. Estaba enamorada de mi. Puedo jurarlo como juro lo de Katerine.

Le sigo contando, doña Ángela, por si le interesa. No hubo besos en ese día, mi máximo día de amor. En el tren de regreso, dormitamos felices, uno al lado del otro. Ella era cariñosa. De repente me sobaba la cabeza como a un bebé. Me sentía sencillamente en la gloria, caminando sobre las nubes. Me doy cuenta que ya caigo en la cursilería, algo que admiré mucho que Usted haya evitado en su novela. Pero Usted comprenderá, yo soy un jubilado que se las quiere dar de escritor…

Después de ese día de amor, vino el terror. Porque debo hacerle saber para que esta historia se pueda comprender, que antes de ser amigos, Sara y yo éramos conocidos nada más, dos estudiantes hispano-parlantes a quienes nos habían metido con otros más a un curso propedéutico para aprender inglés. Físicamente, ella no me gustaba. En realidad, lo más bonito de ella era su sonrisa y su tono de voz: No era sensual ni meloso. Por el contrario, era sonoro, con una sonoridad que dejaba los oídos rezumbando de alegría. No digo que gritara, no. Su voz era sencillamente sonora, y ella, una persona alegre. Del resto de sus atributos físicos, prefiero no hablar. Por respeto a ese amor que quien sabe si en realidad lo fue, solo diré para ilustrar cómo un espíritu hermoso se impone sobre un cuerpo que no lo es, que al principio el vello de sus brazos me parecía abominable y horroroso. Tampoco es que tuviera tanto, pero sucede que a mi siempre me han gustado las mujeres lampiñas, o con poco vello, tan solo un poquito, lo mínimo para que brillen con el sol. Cuando fui cayendo en el enamoramiento de Sara, ese vello negro en sus brazos, de pronto, un día, a trasluz, me pareció sensual, tierno, elegante…Mi Katerine en cambio tenía su cuerpo perfectamente lampiño.

Sara a casi todos nos caía bien. A los pocos días de conocerla, noté algo en su labio inferior. Era como un grano, pero ya reventado, seco, con un cráter al centro. Diagnostiqué de inmediato: Herpes. Recordé lo que había leído por casualidad en la revista TIME, pocos meses antes de salir de México, que se trataba de un virus, que se adquiría por contacto sexual o salival, que no era controlable, y que con facilidad podía recorrer el organismo humano, y alojarse en un nervio causando parálisis, o en el cerebro, causando ceguera, sordera y otros males mayores. Fui a Inglaterra con el firme propósito de no contraer ninguna enfermedad. Nunca investigué más sobre el herpes: Confié plenamente en la revista y además, antes no era como ahora, que cualquiera investiga lo que quiera a través del Internet. Así que la chica de Bilbao estaba descartada para cualquier lance amoroso: Por fea y por lo que acabo de comentar.

Por la forma de ser de Sara, mi amistad con ella creció, creció y creció. Chavalón, me decía, y así fui con ella a hacer la compra al supermercado, a lavar la ropa por primera vez, a cenar en la cocina de ella, a jugar tenis y a jugar squash. Fueron cuatro meses de compartirlo prácticamente todo. Sara pasó de llamarme chavalón y comenzó a decirme majito y ya sabe Usted doña Ángela que cuando hay algo de cursilería en el lenguaje hay algo más. Imagínese Usted como se me fueron transformando esas veladas en la cocina de Sara, a medida que crecía mi encantamiento por ella y al mismo tiempo crecía mi temor a un contagio accidental de su padecimiento a través de una pequeñísima gota de saliva. Logré salir de esa mezcla de amor y terror el día que me decidí durante una de mis caminatas nocturnas entre la neblina inglesa de que bien valía la pena unir mi vida a la de ella, y ya sabía yo que implicaba unir no solo nuestras alegrías sino también nuestros gérmenes, bacterias y virus.

La idea de compartir fortunas y tristezas no se me cruzó por la mente en aquellos días. Esos son miedos más contemporáneos y hoy estoy hablando de aquel entonces. Regresé a mi habitación de tres metros de largo por dos de ancho con la firme intención de declararle mi amor a Sara al día siguiente. Pero sucede que dar ese paso no fue tan sencillo como parecía porque cuando yo quería entrar en materia ella me cambiaba el tema o se escudaba en el pretexto universal de todas las mujeres cuando le quieren decir a uno que no, o sea que por enésima vez volvía al tema de que ella tenía novio y de que estaba muy enamorada, pero por su mirada yo sabía que no era verdad o al menos eso pensé.

Yo le pido doña Ángela que no me juzgue como un timorato porque bien sabía yo que un beso en la boca en el momento propicio era la solución para salir del trámite de la verbalización del amor por ella, pero dadas las circunstancias particulares de esta historia no podía yo dar ese beso sin sellar antes un compromiso mutuo de lealtad eterna, porque si yo contraía esa enfermedad de la que hablé no sería nada mas así como así, a ver si ya me entiende lo que le estoy tratando de explicar. Y vaya que si hubo varias oportunidades de darle ese beso en la boquita, y tan las hubo que ahora que relato todo esto haga de cuenta que la estoy viendo, con los ojos un poco entre cerrados y la boca un poco entre abierta. Al cabo del tiempo ese beso que nunca nos dimos comenzó a enfriar esa amistad o lo que haya sido, porque tal vez ella percibió rechazo de parte mía y yo percibí en ese intento de beso algo mucho mas grave que se llama traición.

Le estoy haciendo el relato de los hechos sin situarlos en su contexto. Decidí ir a Inglaterra a estudiar mi maestría allá por tres razones: El costo era mucho menor que en los Estados Unidos; la duración era de tan solo un año; y tenía yo la idea de que el esfuerzo intelectual para cursarla sería menor. No era tan solo una cuestión de pereza de parte mía sino que por aquel entonces tenía yo la convicción absoluta que mis estudios de licenciatura en México habían sido excelentes y que tan solo era cuestión de obtener un grado en el extranjero para que el mercado laboral me reconociera como un buen economista. Obtener ese grado sería tan sencillo cómo tramitar la licencia para conducir: Ya sabía yo manejar muy bien y solamente hacía falta un documento que lo certificara. Fue un error de cálculo colosal.

Me admitieron en la Universidad de Warwick sin que estuviese yo al tanto de que por aquellos años contaba con la segunda facultad de economía más reconocida en la Gran Bretaña y en algunas disciplinas se peleaba el primer lugar con Cambridge y Oxford. El primer día de cursos me di cuenta de que yo y otros dos italianos éramos los mayores del salón. Después del primer mes me di cuenta de que mi formación en México era muy deficiente en cuestión de matemáticas, ya que nunca había yo cursado ecuaciones diferenciales dinámicas y esas eran el pan nuestro de cada día. Y finalmente me di cuenta de que la teoría económica había avanzado mucho desde que había terminado mi licenciatura hacía seis años. En todas las materias se aplicaban los avances en teoría de juegos y teorías de la información. Ello requería de matemáticas muy complicadas que sencillamente yo no conocía. Dos o tres meses después de mi llegada a Inglaterra, la posibilidad de fracasar en mis estudios de maestría era real. Pero por ningún motivo debía yo fracasar. No podía llegar derrotado a México de esa manera. Sería un estigma y el final de mi carrera como economista.

Me salvó el paisanaje. Había dos mexicanos en el programa doctoral que habían cursado la maestría un año antes. Me dieron consejos, tareas y ejercicios, y estrategias de preparación para los exámenes en cada etapa. El esfuerzo intelectual fue gigantesco. Al final aprobé pero el costo personal fue altísimo.

Mientras que yo luchaba con todas mis fuerzas para no hundirme, mis compañeros más jóvenes competían por los primeros lugares, para posicionarse adecuadamente para solicitar becas que les permitiesen seguir estudiando el Doctorado y finalmente, lograr una de las pocas plazas disponibles como economistas en instituciones tales como el Banco de Inglaterra. Ya en aquel entonces era frecuente el desempleo en Europa inclusive para jóvenes con títulos de doctorado. Sara estaba en esa lucha. España no era la excepción. La vida universitaria era similar a la de un monasterio. Con la diferencia de que es más difícil estudiar que ponerse en oración, pienso yo.

La mente humana es difícil de entender. Mi experiencia es que la mente se vuelve obsesiva si la fuerza uno para ponerla a pensar. Al bañarme, al caminar, al dormir, se me aparecían ecuaciones y razonamientos…El subconsciente no dejaba de trabajar una vez que exhausto dejaba mis largas horas de estudio. Así entre el conciente y el subconsciente se fue dando el proceso de aprendizaje de cuestiones al principio incomprensibles.

Dentro de esos círculos de pensamiento constante, estaba Sara tanto en los procesos concientes como en los subconscientes. Una noche comencé a sentir angustia. Traté de serenarme. La angustía crecía. Racionalmente traté de analizar, de discernir, de serenarme. Imposible. Angustia por Sara? Angustia por los estudios? Angustia por ese ambiente universitario tan intelectualizado y enfermizo? El corazón me latía cada vez mas aceleradamente. Entré en pánico. Recuerdo que mi último pensamiento de esa noche fue que iba a morir. Cuando la angustia llegó a su punto máximo, viví la única experiencia mística de mi vida. La Virgen de Guadalupe estaba ahí, no se dónde, pero estaba ahí, tengo la certeza absoluta de haberla visto, y de inmediato me volvió la paz. Me dormí.

Ya divagué lo necesario para llegar al final, doña Ángela. El beso a Sara sería mi máximo acto de amor por ella. Necesitaba que ella así lo entendiera. Y que después de ese beso no podría haber ninguna marcha atrás. Ninguna. Ese beso tendría que sellar nuestro destino por toda la eternidad. Tanto el mío como el de ella. Un día caminando nuevamente entre las neblinas de la noche me percaté que ese pacto de amor y solidaridad eternos sería imposible porque estaría basado en la traición. Si, adivina Usted, doña Ángela, sería la traición de Sara a su novio Jésus. El mismo quien, según mis razonamientos, habría hecho un pacto similar con ella antes que yo. No, sencillamente, entre Sara y yo, no podría haber beso.

Esa noche la neblina del camino de Kenilworth aclaró mi pensamiento. Lo que siguió después fue sencillamente horrible. El amor se nos escurría de entre las manos sin que hiciéramos nada por evitarlo. De tanto convivir podíamos leernos los pensamientos. Un día ella se percató que yo ya sabía lo del herpes sin que nunca lo hubiésemos hablado, pero como nunca me lo dijo, actué como si no supiera, hasta que fue imposible seguir actuando así, pero tampoco se podía actuar como si en realidad me lo hubiese dicho, porque no me lo dijo. Me lo insinuó pero no me lo dijo. Yo nunca le dije "te amo" y supuse que ella lo sabía, pero como no lo dije, en realidad no lo pudo saber. Tampoco me dijo ella nunca "te amo" lo cual aún hoy es una mera suposición. Me dijo mil veces que amaba al novio, lo cual dudé y sigo dudando, pero tampoco dijo nunca lo contrario. Ese juego de saber y no saber, de suponer y presuponer, me dejó agotado emocionalmente. A ella posiblemente también. Una mirada dice mas que mil palabras. Pero las palabras necesarias se tienen que pronunciar fuerte y con todas sus letras. Si lo quiere ver así, esa fué la gran lección.

Veinte años después, vengo a darme cuenta que la neblina del camino de Kenilworth me nubló la mente. Nos faltó madurez, a mí, a mis 28 años, y a ella, a sus 22. Tan fácil que hubiese sido entablar una dinámica de comunicación directa, en lugar de jugar por tantos meses el juego de que “yo sé pero tu no sabes que yo sé”, “tu sabes que yo sé pero como no me lo has dicho no lo sé” y así consecutivamente.




En aquella banca en Bogotá, no pensaba en nada de esto. Pensaba sencillamente en un lejano amor.



Doña Ángela: Su novela ha sido clasificada como “idealismo mágico”. A mi me han dicho que actúo bajo el “realismo cínico”. Le expreso mi más profunda admiración hacia su persona, sin esperar que Usted sienta ninguna admiración hacia mía, porque sencillamente esas dos admiraciones no pueden ser consistentes desde una perspectiva lógica. Apelo tan solo a la comprensión humana de quien escribió una bella novela de amor. Respetuosamente,

Alcides Montes