lunes, 5 de noviembre de 2007

CARTA A LA CIUDAD DE MÉXICO



CIUDAD DE MÉXICO: UNA GEMA CAYÓ DE TU CORONA

Nunca te había escrito una carta. Tu sabes que diario reniego de ti por el tráfico aborrecible que me haces padecer. Acuérdate de lo que me hiciste hace seis meses: Llovió un poco más de lo normal, es cierto, y se inundaron algunas de tus principales arterias. Yo no lo sabía, aunque debí intuirlo. Ingenuamente tomé mi carro por la noche después de cumplir con mi jornada laboral, crucé con toda normalidad la Colonia del Valle, recorrí unas callecitas de Mixcoac que desembocan a Patriotismo, más adelante di vuelta en San Antonio y tomé Periférico, dirección norte. Ahí comenzó mi sufrimiento. Tardé casi media hora en avanzar los dos kilómetros que hay para llegar a la altura del Viaducto, otra media hora en avanzar los 500 metros para llegar a la salida de Periférico y Reforma, y dos horas más, sí, dos horas más, para llegar a mi casa. Hice casi cuatro horas en un trayecto en el que, tu lo sabes bien, no debí haber demorado más de media hora a una velocidad promedio de 40 km/hr.

Recuerda también que por poco me conviertes en un delincuente, cuando me bajé fúrico de mi auto en medio de la lluvia para reclamarle a una señora que me había dado un recargón con su campera por segunda vez consecutiva. –Deje de darle de golpes a mi carro, le grité. –Avanza y mueve tu carro, me gritó a su vez. Fuera de mí, le volví a gritar, qué como quería que lo moviera, que por esa maldita calle no se podía avanzar, y que llevaba tres horas tratando de avanzar y nada más no avanzaba nada. –Apaga tu cigarro que te va a dar cáncer, me dijo burlonamente. En ese instante sentí el impulso de aventarle el cigarro en su cara, ó sacar mi llave de cruz para aporrearle el cofre a garrotazos. Por fortuna los carros adelante del mío se movieron unos metros, serían tres o cuatro, pero suficientes para que todo el río de carros que venían detrás de mi y de la señora hiciera sonar sus bocinas. Yo solo, desafiando un río de luz que provenía de miles de vehículos que en la oscuridad no percibía, entré en razón, me subí a mi carro, y avancé dócilmente los cuatro metros que tenía libres…Ya después medité sobre cómo había sido posible que yo, siendo una persona tan tranquila, hubiese estado a punto de romperle la cara a una señora a varillazos. Cuando llegué al Puente de Tecamachalco, me di cuenta que ahí estaba la causa del atorón: El Puente estaba inundado.

Si, leíste bien, mi querida Ciudad de México. El Puente estaba inundado. Tu sabes bien que no tienes ningún río que te atraviese y mucho menos uno que aumente tanto su caudal como para llegar a inundar un puente. Tu sabes que los ríos que dicen los historiadores que tuviste alguna vez cuando eras Valle de México, están todos entubados. Tu sabes que ese puente que se inundó es nada más para cruzar una barranca, bastante profunda, por cierto. Tu sabes que ese Puente se inunda porque tiene las coladeras tapadas con la basura que tiramos todos tus habitantes…Yo a veces tiro mis colillas a la calle, pero sigo sin asimilar como es posible que se te inunden los Puentes: Debería bastar con hacerle más hoyitos en el piso para que drenaran, pero no, nadie se los hace, porque en el caso de ese Puente, la mitad queda en el Distrito Federal y la otra mitad en el Estado de México, o sea que una mitad es gobernada por el PRD y la otra mitad por el PRI, y evidentemente la barranca que está abajo es gobernada por el Gobierno Federal, porque se trata de un cauce de agua que por definición constitucional es propiedad de la Nación.

Yo sé que no es tu culpa, mi querida Ciudad de México, que tengas divisiones administrativas tan absurdas, que la democracia te haya generado problemas adicionales de coordinación entre lo que se dice que eres, la Ciudad de México, y lo que supuestamente no eres pero también eres: La Zona Conurbada del Estado de México. Yo sé que somos 20 millones de habitantes en total y que tu nos das abrigo a todos, que todos queremos manejar un auto, que a nadie nos gusta pagar impuestos, que por lo mismo no hay dinero para limpiarte los drenajes y que por eso una lluvia más fuerte de lo normal te desquicia a ti la circulación y a mi me crispa los nervios.

Pero tu sabes, Ciudad de México, que a pesar de todo te quiero y que me traes gratos recuerdos. Tu sabes el orgullo que siento de formar parte de ti cuando te admiro desde la ventanilla de un avión antes del aterrizaje…Eres un mar de luz interminable…de repente veo unos islotes oscuros, algunos con formas irregulares que pienso que serán cerros pero ignoro por dónde pudiesen estar, y otros con formas rectangulares, que no sé si serán tanques de tratamiento de aguas negras ó alguna otra cosa que no he logrado investigar. O sea que no te conozco bien, Ciudad de México, a pesar de tantos años de convivir juntos. Muchos de tus secretos no me interesan, te lo digo de verdad: Qué hay en Chalco, Atizapán, Coacoalco o Iztapalapa me tiene sin cuidado…Habrá casas, calles y comercios, me da igual. Con lo que conozco me parece suficiente.

De tus límites hacia el Sur, no me interesa nada más allá del centro comercial de Perisur; al Norte, nada más allá de Ejército Nacional; al Oriente, nada más allá de tu Zócalo majestuoso, y al Poniente, me interesa todo, porque vivo por ahí y porque desde ahí salgo hacia la carretera a Toluca que me trae a mi queridísimo pueblo de Valle de Bravo. Tu sabes que he descrito uno de los cuadrantes mas interesantes de ti, de América Latina y del Mundo. Quedó dentro la Ciudad Universitaria y el Estadio Azteca, la mejor parte de la Avenida de los Insurgentes, el Corredor Reforma-Zócalo, tu Centro Histórico de donde proviene tu apodo de Ciudad de los Palacios, la Alameda, tus principales parques, museos y monumentos…Solo se sale del cuadrante que describo la Torre de PEMEX, la más alta de México, lo cual no me preocupa porque no acabo de descubrirle un atractivo a esa Torre…El día que subí hasta arriba al comedor ejecutivo en los pisos más elevados, solo vi entre la neblina y una espesa capa de smog, unas manchas negras y tanques oxidados de lo que fue la Refinería de Azcapozalco…Se me sale del cuadrante la Basílica de Guadalupe y el Aeropuerto Internacional, pero no hay problema: Los concibo como islas cercanas en el mapa del cuadrante.

Ciudad de México: Como sucede con las damas, que de algunas nos gusta su sonrisa, de otras su cabello y de otras sus piernas, de ti solo me gusta el cuadrante que ya mencioné. Pero tu sabes mejor que yo que cada uno de los 20 millones de habitantes tiene su cuadrante favorito dentro del cual se mueve. Ninguna parte de ti se queda sin admiradores.

Empecé diciendo que reniego de ti y luego dije que me traes gratos recuerdos. Hice la digresión del cuadrante, porque ahí ubico los gratos recuerdos. Fuera del cuadrante eres una auténtica pesadilla, un invento de mentes diabólicas. Ni contratando por concurso a los peores arquitectos del mundo y juntándolos en un comité, te habrían podido diseñar de una manera más absurda.

Pero mi cuadrante alberga bellas colonias y solo diré mis favoritas: La Colonia Roma, con sus calles con camellón al medio y palmeras majestuosas; la Condesa, igualmente llena de árboles, la Colonia Juárez a los que muchos le nombran la Zona Rosa, y Polanco, la única zona residencial de alto lujo que tiene al mismo tiempo los mejores comercios, sobre todo, en la elegantísima Avenida Presidente Masaryk. Muchas tardes he pasado en los restaurantes que tienen mesas sobre las banquetas en alguna de estas colonias, tomando ron, y disfrutando de los ruidos y escenas de mi ciudad. Desde luego son escenas burguesas porque así es por definición mi cuadrante: Pasan los BMV´s, los Mercedes Benz, los Mini-Cooper y a veces uno que otro Ferrari, con hermosas chicas al volante ó del lado del conductor. Se detienen en busca de los valet-parking, quienes solícitos y serviciales se acercan a recibir el auto, se bajan las parejas, los grupos de muchachas y muchachos, y se dirigen con arrogancia hacia alguno de los capitanes de meseros, pidiendo mesa.

Todas las cosas, al igual que las personas, tienen su momento en el que lucen mejor. Las mujeres cuando salen de la ducha, con el cabello húmedo, con alguna gotita de agua en el brazo, llenas de frescura. Los carros, cuando mejor lucen, es al comenzar a caer la noche, cuando encienden los cuartos de sus faros, que despiden una hermosa luz ámbar ó naranja, dependiendo del modelo, y la última luz del atardecer ilumina todavía perfectamente su figura. Sin moverme de mi mesa, el paisaje cambia continuamente, con los ires y venires de las gentes y de los autos, con el movimiento gradual de las sombras conforme avanza la tarde, que en ocasiones, permite descubrir un bello rostro que instantes atrás, era imperceptible a causa de la deslumbrante luz del sol. Al caer la noche, el espectáculo se vuelve más monótono, el movimiento baja, y es el momento de irse para otro lado. Porque ya para entonces el ron que se consumió durante la tarde está un poco subido a la cabeza y de ver tanta mujer hermosa, la neurona está también alborotada. Y tu, querida Ciudad de México, ofreces tantas opciones…

Me remonto unos veinticinco años en tu pasado y en el mío, Ciudad de México. -Vámonos al Gema, proponía alguno de los comensales amigos míos. Propuesta irresistible en aquel entonces. Hoy, querida Ciudad de México, ofreces una gama mucho más amplia de posibilidades, pero perdiste al Gema, y lo perdiste para siempre. Perdiste al Gema y su concepto. No te culpo. No fue cosa tuya ni de tus gobernantes ni de tus habitantes. Sencillamente las cosas pasaron como sucedieron.

En las épocas de esplendor del Gema, lejos, muy lejos, se gestaba el virus que lo destruiría, como bar y como concepto. En tierras africanas, según he sabido después, la convivencia del hombre con los monos hizo que al paso de las generaciones, un virus inocuo, como esos que provocan gripa, mutara en un virus mortífero y letal. Hay quien afirma que fue producto de la zoofilia, es decir, de la práctica sexual de los humanos con esos animales. El hecho es que ese virus comenzó a esparcirse y mientras se circunscribió al Africa, no fue noticia, porque en ese continente la gente muere por muchas causas que a la civilizada Civilización Occidental le tienen sin cuidado. Algún día, no se sabe ni se sabrá con precisión cuando, un viajero europeo, cuyo nombre tampoco se conoce ni nunca se conocerá, llegó al Africa por un motivo también desconocido, que pudo haber sido de negocios o de turismo, pero eso no es lo fundamental.

Lo importante es que a ese viajero, le pasaba lo mismo que a un tipo que fue colega mío: -Imagínate, Alcides, aquella negra joven, de pechos firmes y pezones grandes, echada sobre el escritorio, y yo, haciéndole el amor, viendo pasear a las jirafas a través del ventanal. De esa manera, o de otra muy similar, llegó el virus letal a Europa. Diez, veinte, treinta tipos, morían en Europa a causa de un virus desconocido que atacaba su sistema inmunológico, y cundió la alarma mundial. Con las defensas destruidas, cualquier gripe normal o diarrea infecciosa podía matar a esos infelices infectados con el virus. El Síndrome de Inmuno-Deficiencia Adquirida, o SIDA, se dio a conocer así a escala mundial. Lo peor de todo, pues enfermedades hay muchas, era que se trataba de una que se contagiaba a través del contacto sexual.

En esos primeros días después de la aparición del SIDA, la vida del Gema siguió con toda naturalidad. Pero cada vez era más frecuente la alusión al tema por parte de algún parroquiano. Al principio era fácil dar una respuesta tranquilizadora. –Al fin que ese virus no ha llegado a México…solo le da a los maricones, a los drogadictos, y a los negros. Por cuestiones que desconozco, los grupos vulnerables al principio eran esos y nada más que esos. ¿Sería bisexual aquel viajero al Africa del que nada se sabe? Y por esa razón el virus comenzó a incidir sobre todo en la comunidad homosexual? Y a parte, habría alguna correlación entre la homosexualidad y la drogadicción? Todo el mundo se hacía esas preguntas, hasta que un día, se dejaron de hacer, por irrelevantes: Se hacían públicos cada vez más y más casos de mujeres infectadas por el virus. Ahora toda la población mundial estaba expuesta! A partir de entonces, el Gema vivió una muerte lenta, igual que si le hubiese dado SIDA: Cada vez iban menos clientes, menos chicas, y sobre todo, para la ruina de la casa, cada vez menos clientes se llevaban a las chicas a los hoteles de los alrededores. Un día, el Gema dejó de abrir. No sé cuando, porque yo también dejé de ir. Permaneció así, cerrado, con sus ventanales polarizados cada vez mas sucios y con su fachada cada vez más descuidada, alrededor de unos veinticinco años. Como los muertos de SIDA, era un cadáver insepulto al que nadie quería tocar. Tu debes recordar bien el lugar, Ciudad de México: Estaba en la esquina de la Avenida de los Insurgentes, Centro, esquina con Alvaro Obregón. Tu debes saber de muchos otros lugares que sufrieron la misma muerte, que yo no conocí por no haber estado ubicados dentro de mi cuadrante.

El cliente era un auténtico rey; era más que un jeque árabe; tenía en vida lo que a un suicida musulmán se le tiene prometido tan solo hasta que llegue al Paraíso. Claro, no eran 50 mil vírgenes, eran menos que esa cantidad, y tampoco eran vírgenes. Pero estaban ahí, muchas chicas, jóvenes, hermosas, semi-desnudas, sonrientes, listas para agradar al rey, que era el cliente, en cuánto él se decidiese a llamar a alguna. Y en esta vida. Sin necesidad de resucitar en una siguiente.

Sin riesgos. Sin riesgos de acabar detenido por manejar hacia el hotel con unas copas de más, porque no había ese invento del alcoholímetro que se aplica ahora, por el cual detienen al conductor entre 24 y 48 horas sin derecho a salir libre bajo fianza. Y sobre todo sin riesgos de contraer una enfermedad de contagio sexual que no tuviera cura. Fue una brevísima ventana histórica que hubiesen deseado vivir los libertinos de todas las Edades de la Humanidad: Los pocos años que pasaron entre la derrota final de la mortífera sífilis, y el surgimiento de ese nuevo virus igualmente mortífero que se llama SIDA. No sé cuantos años duraría esta etapa de oro del libertinaje. Solo puedo decirte, mi querida Ciudad de México, que a principios de los años ochenta no había ni temor a la sífilis ni temor al SIDA ni temor a nada. Nada, quiero decir, que no pudiese ser curado con unas oportunas inyecciones de penicilina.

Llegaba uno pues al Gema y se instalaba en compañía de los amigos. Se pedía la botella. Se pedían los hielos. Se pedían los refrescos para combinar al gusto la bebida. –Joven, tráigame limones. Se echaba el ron al fondo, después el hielo, luego se exprimía el limón y se meneaba el vaso para “quemar” la cuba. Quién no sepa de lo que hablo que lo haga, para que aprenda cómo mejora el ron. Chicas subían y chicas bajaban. Dizque al camerino. Pero no: El Gema lo diseñó un arquitecto genio. Conforme subía la chica, uno la observaba con un ángulo diferente, hablando en sentido estricto. Si el objeto de atención en Planta Baja era la falda, por no decir el trasero, a media escalera la falda ya quedaba a unos 45 grados del ángulo visual original y un poco más arriba, ya no se apreciaba la falda sino más bien el calzoncillo de la dama. Ilustre ciudad de México: No me vayas a preguntar dónde es que estaba yo sentado. Te digo que El Gema lo diseñó un genio: Había espejos por todos lados, lo sabes bien, así que ni se te ocurra venir a cuestionarme lo que afirmo. Ni tampoco me preguntes por qué subían tantas veces las chicas al camerino. El arte de su seducción estaba a la altura del talento del arquitecto anónimo que diseñó la escalera, quien de no haberse dedicado al giro rojo, hoy sería más renombrado que nuestro ilustre Juan Barragán.

A media noche el lugar estaba lleno a reventar. Los clientes sentados y las chicas de pie. Nunca estáticas: Sabían cómo llamar la atención. Coqueteaban con todo su cuerpo, seguían el ritmo de la música, repartían sonrisas a quien las mirase… Los clientes con las miradas fijas, cargadas de lujuria y de deseo, imaginando, calculando las consecuencias de una noche más de excesos, de llegar tarde a casa, de perder el sueldo del mes, hasta que el espíritu animal se rebelaba, se perdía la conciencia de todo lo demás, lo que no fuese el objeto del deseo, y el mercado de la carne comenzaba a funcionar. Uno por uno, o todos a la vez, los clientes llamaban a las damas a las mesas, para sentirlas de cerca, para saber su trato, para sentir la excitación creciente con el contacto de esa piel, la de un muslo, la de una mano…y decidir por fin, marcharse con ella al hotel cercano y terminar ahí con esa excitación. Cada cliente es diferente y cada chica también. Algunos, con la primera que les gustaba se iban. Hay cerebros que sencillamente no pueden aguardar. Otros, los analíticos, las veían a todas, y no se conformaban sino con la mejor. Alcides veía una, luego otra, charlaba con una y luego con otra. Por lo general tardaba en decidir. Las chicas igual: Unas pasaban de mesa en mesa, insistiendo, perseverando, tratando de agradar, o de despertar el instinto animal que les daría el dinero, porque para buscarlo es que estaban ahí.

Otras, cruzaban el salón con decisión, como si supieran exactamente hacia donde dirigirse. Bien que lo sabían: Irían ahí donde encontrasen esa mirada del hombre que al verla no podría resistirse más. Tenían una mirada escrutadora, pero no obsesiva, no delatadora, como la del cliente. Si la encontraban, listo, y si no, se refugiarían temporalmente en algún lugar, en la cabina del sonido, en el camerino, ó donde fuera, pero no sobre-exponerse. No aparentaban estar buscando nada, sencillamente pasaban con un aire de naturalidad, como la muchacha que cruza un corredor de la escuela ó el andén del tren. Alcides, ya solo, bebiendo ron, pues sus amigos se habían marchado ya, ve de pronto una muchacha alta, vestida de blanco, delgada. La ve como una aparición. Tan grande es su excitación que no charla, no pregunta, saca la tarjeta de crédito y ya. Veinticinco años después, Alcides no recuerda como la pasó después. Solo recuerda que la semana siguiente volvió al lugar, al Gema, y que sucedió lo mismo: Escudriñó a una y mil muchachas y cuando cruzó el salón una chica, volvió a sentir ese mismo impulso: -Con ella. Y ya después se dio cuenta que era la misma chica de la vez anterior, aunque iba arreglada muy distinto, Alcides no recuerda cómo, solo recuerda ese impulso de decir: Con ella, y ella volvió a ser ella, y así seguirá sucediendo mientras en el mundo exista la química hormonal. En ocasiones Alcides se iba a su casa solo: Ninguna de las mil y un chicas prendió lo suficiente la chispa de su excitación.

Mi querida Ciudad de México: No sé ni para que te cuento todo esto. Tú conoces mejor que yo las épocas de gloria de ese lugar. Y de cómo se vino a pique después de la aparición de ese virus tan mortal. Durante la decadencia, yo no estuve en el país. Al volver, no había ni Gema ni establecimientos similares, ni tampoco me dio mucha gana por irlos a encontrar. El temor de que una pequeña fisura en un látex pusiera en riesgo mi vida mató cualquier sentido de la excitación. Mató la lujuria. Muchos hombres de mi generación nos volvimos calvinistas: Pasamos del libertinaje a la abstinencia sexual. La nueva regla de los tiempos era “solo con tu pareja”. Los adictos de lugares como el Gema nos quedamos como perritos sin dueño, sin saber ni a dónde ir ni a dónde mirar. De mis amigos, unos se casaron, y de otros no volví a saber nada. Con el tiempo y solo con el tiempo, comencé a entender el arte del coqueteo y a sentir lo que es amor por una mujer. El bienestar que provoca una llamada inesperada, el ansia que se siente al no saber nada de ella aunque sea tan solo por unas horas, la dicha tan grande de ir a cenar y recibir, de regreso a la entrada a la casa de ella, un pequeño beso en la boquita que deja sabor a gloria y a felicidad.

Algo pasó, unos seis ú ocho años después de la muerte del Gema. Resucitó, pero al igual que el virus que lo mató, mutó de forma y cambió de nombre. También intervendría algún viajero que vino del Norte, ó algún mexicano que fue hacia allá. De pronto, todo México hablaba de los “table dance”. No recuerdo ni cuando, ni donde, ni con quien, fui a uno de los muchos que de pronto surgieron por toda la ciudad. Son lugares con una pista al centro, en el cual una muchacha se va desnudando poco a poco mientras baila ó hace giros y otras maromas en un tubo… Mientras, en las mesas, hay chicas para acompañar al cliente. Si se le calienta la neurona, compra boletos que le bailan en un camerino. La chica se desnuda, el cliente no. Ella le “baila” restregando su cuerpo contra su miembro…en las posiciones que mas les acomoden. La regla invariable: Sexo no. Así es muy difícil quedar satisfecho. La gran incógnita es por qué los hombres vamos a esos lugares. Claro que hay otras opciones, pero ninguna como el Gema. Será un temor subconsciente al SIDA? Será que abundan chicas hermosas en esos lugares, algunas de ellas con cierta educación, que quieren ganarse un dinero sin llegar al grado oficial de prostitución? Alcides no lo sabe. Ni tampoco lo piensa investigar.

Ciudad de México, tu que has visto pasar tantas generaciones, a ver si un día le explicas eso al buen Alcides.